Quinientos veinte cuatro, quinientos veinticinco, quinientos veintiséis ... ya solo faltan trescientos. Ochocientos veintiséis pasos desde la casa hasta la fuente. Ciento setenta y cinco más a la vuelta si se pasaba por la finca de Marcela con la esperanza de poder verla de reojo. Algunas veces lo conseguía pero, en general, había aceptado que el camino largo no era sino una pérdida de tiempo y, a veces, de agua por aquel meandro pedregoso en el que el pollino Rocinante tropezaba más veces que las que no.
Vio a lo lejos a Juan, atareado con lo suyo. Levantó la mano y lo saludó. Juan le devolvió el saludo. Era la tercera vez ese día y quedaban diez más. ¡Qué suerte tenía Juan! que vivía a escasos trescientos pasos de la fuente. ¡Y qué injusta era la vida! pues Juan tenía un pozo en la finca y no necesitaba ir a la fuente. Por tercera vez en el día perdió la cuenta de los pasos. Por tercera vez en el día no le importó porque sabía que, comenzando la bajada, solo quedarían doscientos pasos hasta la fuente.
Volvió a ponderar en su cabeza el camino a tomar para la vuelta. La última regañina de su padre por traer los cántaros semi llenos (semi vacíos decía su progenitor) le convenció de dejar la corte para el fin de semana siguiente que era fiesta en el pueblo. Empezaba la feria. Mientras pensaba en las diferentes atracciones, las almendras saladas, los juegos bestias a los que se prestaban el resto de zagales, las mil y una anécdotas de los años anteriores, llegó a la fuente. Con maquinal actitud ató el ronzal del pobre Rocinante y descargó las dos primeras cántaras. Las llenó y volvió a colocarlas en las alforjas.
Sin dejar de pensar en la feria, partió una manzana en dos, una de esas mitades en otras dos y, mientras él se comía un cuarto, compartió otro con su cuadrúpedo amigo. Dejó la otra mitad encima de la fuente, desató al noble animal y de forma automática tomó el sendero que conducía a casa de su pretendida. La media manzana quedó olvidada en la fuente donde unos pájaros no tardarían en dar buena cuenta de ella.
Cuatrocientos ochenta y uno, cuatrocientos ochenta y dos ... recordó que había decidido no tirar por el camino largo. Ya era tarde. Ya solo quedaba esperar en poder ver a Marcela y en que no se derramara el agua. La finca seguía muy tranquila. Comprendió entonces que debían haber ido al pueblo a comprar el vestido para la feria. Por eso no había tenido suerte las veces anteriores y por eso tampoco iba a tenerla esta vez. Maldijo su suerte y paró al burrito suavemente justo antes de las piedras.
Esta vez seguro que lo conseguiría. Primero esta pata aquí, luego la de atrás allí ... pero la paciencia no era la mejor virtud del equino. Con un ágil salto sorteó la mayor de las piedras.
¡Agua va!
El agua golpeando con fuerza ambos lados de ambos cántaros y, se encontró en medio, dio un salto hacia arriba y cayó luego donde momentos antes había cántaro y ahora solo alforja. Vio el agua chorrear. Le pareció que, cada gota, tardaba todo un minuto en llegar al suelo.
Un saludo, Domingo.
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